Desde que conocí a la joven Pipiola, siempre he querido escribir una
historia para ella. Me he pasado un año entero buscando las palabras adecuadas
que supieran reunir el sentimiento que quería transmitir y al final he obtenido
este resultado, aunque debo admitir que no se parece en nada a lo que había
planeado. Empecé con la primera frase, que encontré como por casualidad, y el
resto llegó solo y de repente. Sin darme cuenta, estaba escribiendo la historia
de un cachorro de perro. Así que las protagonistas de esta historia, dos niñas
huérfanas, están basadas en dos perritas que conocí el mismo día en una
protectora de animales; una de ellas es Cilla, mi simpática y querida amiga, y
la otra, Pipiola, era su compañera de juegos, una perrita raquítica y
maltratada por sus anteriores dueños que cada día acude a mi memoria para
recordarme lo cruel que puede llegar a ser el mundo.
NADIE TE VA A
QUERER
–No deberías ser tan tímida, así nadie te va a querer.
Las niñas
jugaban en el parque. Hacía un día cálido y soleado y el viento soplaba
suavemente, rozando los columpios con sus dedos invisibles. El resto de los
habitantes del orfanato se hallaba dentro del edificio, viendo la película que
habían elegido para aquella tarde, pero
las dos niñas, que respiraban mejor al aire libre, se habían escapado por la
puerta entreabierta de la sala de vídeo cuando apagaron las luces y habían
corrido hasta el parque en silencio y con una sonrisa, contenida solo a medias,
adornando sus rostros infantiles e inocentes.
–¿Por qué no?
La niña rubia
se balanceaba en su columpio cada vez con más fuerza; parecía que quería tocar
el cielo con las manos, y en sus ojos se reflejaba la determinación de los
osados. La otra, más menuda, pelirroja y pecosa, apenas se deslizaba un par de
centímetros adelante y atrás con el suyo y miraba el suelo con gesto abatido.
–Porque a la gente le gustan las niñas simpáticas, no las que se asustan.
Por una
ventana del primer piso les llegó, amortiguada y lejana, la carcajada alegre y
despreocupada de una multitud. Marina, que no podía soportar que otros se divirtieran
y ella no, la imitó con su risa fácil y cantarina, mientras Anabel encogía aún
más su diminuto cuerpo, consciente de que nunca podría reír como ellos.
–Yo no me asusto.
–Ah, ¿no? ¿Y qué estás haciendo ahora?
Marina se
impulsó aún más fuerte y, cuando estuvo lo más alto posible, saltó. Aterrizó
dos o tres metros más allá, chocó con las rodillas contra el suelo y apoyó las
manos para frenar la caída; las piedrecillas de la tierra se incrustaron en su
piel blanca, pero no le importó. Anabel, que la miraba desde su columpio casi
estático, no entendía cómo su amiga podía ser tan alocada cuando a ella
cualquier brusco movimiento la hacía temblar violentamente.
–Pero yo no quiero que me quieran –musitó, bajando la mirada hasta sus gastados zapatos y luchando inútilmente
por retener las amargas lágrimas que asomaban ya por sus ojos azules y
atormentados.
Marina, que permanecía
aún agachada y con su rubia melena revuelta, ladeó la cabeza y la miró,
sorprendida, pues no entendía lo que Anabel había querido decir con aquellas
palabras.
–¿Quién no quiere que lo quieran?
–Yo no quiero que me quieran –repitió la niña pelirroja.
En ese
momento, el viento azotó las copas de unos árboles cercanos; las hojas
susurraron, inquietas, y la fina capa de polvo que cubría el suelo se levantó
para volver a posarse un poco más allá.
–¿Y por qué no?
Anabel detuvo
su columpio anclando un talón en la tierra y dejó que las lágrimas bañaran su
pálido rostro, manteniendo la cabeza gacha y las huesudas manos entrelazadas en
su regazo; sus dedos se habían crispado y las uñas le marcaban en la piel
profundos surcos enrojecidos.
Marina se
percató entonces del malestar que se había apoderado de su menuda y asustadiza
compañera de cuarto y se acercó a ella despacio para ofrecerle consuelo. Se
acuclilló frente a ella y cubrió las frías y esqueléticas manos de su amiga con
las suyas, cálidas y firmes.
–¿Por qué no? –preguntó de nuevo.
Anabel aún
tardó unos segundos en responder.
–Él me pegaba –confesó al fin, con la voz entrecortada–. Me pegaba.
Y sus lágrimas
silenciosas se transformaron en un llanto sobrecogido y desesperado.
***
–¡Tú! –tronó una voz áspera desde el salón– ¡Te dije que
me trajeras la comida hace media hora!
Desde el piso superior, una niña
menuda y pelirroja atisbaba lo que ocurría abajo a través de los barrotes de la
barandilla del hueco de la escalera.
Un movimiento en la cocina y el ruido
de un vaso al hacerse añicos contra el suelo reveló la presencia de una mujer
nerviosa que trajinaba con la vajilla intentando conseguir un plato decente
para su marido. Un minuto más tarde, la madre de Anabel salió de la cocina con
una bandeja en las manos, pasó por delante de la escalera con paso ligero e
irregular y entró en el salón.
–Ya era hora –gruñó el hombre.
Instantes después, la mujer regresó a
la cocina y se dispuso a limpiar el desastre que había organizado.
Anabel, oculta entre las sombras,
aferró los barrotes con fuerza y apretó la cara contra ellos. Tenía los ojos
llorosos y apenados, y sus hombros se convulsionaban en un mudo sollozo. Solo
quería pasar desapercibida, pero sabía que aquella noche, como todas las
precedentes, sucedería lo inevitable.
Como cada día, Rodrigo Rojas se
levantaba pasado el mediodía y realizaba sus tareas habituales, entre las
cuales se encontraba vigilar que toda la casa estuviera en perfecto orden según
su dictado. Ordenaba a su mujer que hiciera tal o cual cosa, le gritaba, la
zarandeaba y la golpeaba cuando no cumplía con lo que se le había mandado. Era
el dueño y señor del lugar, puesto que era él el que llevaba el dinero a casa,
e imponía sus propias reglas que todo el que viviera bajo su mismo techo debía
acatar sin rechistar. No era necesario que ejerciera de aquella manera su
dominancia, pero le gustaba sentirse poderoso y someter a los demás a su yugo.
Su mujer, Belén Díaz, vivía cada día de miseria sin oponerse, trabajando sin
descanso para complacerlo, soportando los gritos y los golpes sin revelarle a
nadie su mala fortuna, todo por un techo, una cama y una comida caliente. Y
luego estaba Anabel, una niña feúcha, pelirroja, pequeña e insignificante, que
lograba esquivar a su padre durante unas horas, pero que vivía su propio
infierno al caer la noche, cuando él volvía de trabajar o, como muy a menudo
ocurría, del bar donde quedaba con sus amigos.
Aquel día, como todos los demás,
Rodrigo Rojas se hallaba solo en el salón, comiendo la comida que le había
preparado su mujer y viendo un programa estúpido en la televisión. Hasta que él
se marchara al trabajo, lo mejor que podían hacer su mujer y su hija era no
cruzarse en su camino y dejarlo disfrutar del suculento manjar y de las voces
ensordecedoras y espeluznantes que salían del televisor. Cuanto menos tiempo
reparara en ellas, tanto mejor. Sin embargo, nunca podían evitarlo
indefinidamente.
–¡Mujer! –bramó– ¡Llévate esta porquería ahora mismo, sabe a neumático! ¡Y
tráeme los zapatos!
Belén Díaz, como cada día, iba de un
lado a otro de la casa, acatando las órdenes de un hombre que minimizaba su
existencia y la hacía sentir a cada momento menos persona, a cada instante
menos mujer. Le retiró la bandeja y le llevó los zapatos, sin esperar obtener
una mísera palabra de agradecimiento, agachando la cabeza para evitar que sus
ojos se cruzasen con los de él y que así él no pudiera leer en ellos lo
desdichada que era.
Cinco minutos más tarde, Rodrigo
Rojas salía por la puerta principal, dejando tras de sí una casa vacía en la
que habitaban dos corazones marchitos.
–Anabel,
hijita, vamos a comer algo.
Anabel al fin salió de entre las
sombras y se aproximó a la escalera. Descendió por ella, pálida y ligera como
un fantasma, y se reunió con su madre en la cocina.
Ese día, la niña no había ido al
colegio. Solía encontrarse cansada al despertar por la mañana porque se
acostaba muy tarde, mucho más tarde que los otros niños, y a menudo se veía
obligada a quedarse en cama debido al mal aspecto que presentaba; si mostraba
evidentes síntomas de depresión, no le permitían salir de casa. En el colegio,
todos daban por hecho que tenía una salud delicada.
Mientras daban buena cuenta de la
comida, que no estaba tan mala como le recriminara su marido, Belén Díaz le
dijo a su hija:
–Anabel, esta
noche tienes que ser cortés. No debes hacer enfadar a tu padre, ¿me entiendes?
De lo contrario, la tomará contigo y mañana no podrás ir a clase tampoco.
Anabel asintió, clavando la mirada en
el plato y masticando en silencio. Entendía perfectamente lo que su madre
quería decir: si hacía enfadar a su padre… no, probablemente no permitirían que
fuera al colegio con marcas recientes de violencia.
Lo más importante en aquella casa era
la discreción, no el bienestar de una niña.
La tarde transcurrió lenta y
tranquila, sin incidentes. Anabel se hallaba en su cuarto, tumbada en la cama,
leyendo un libro con expresión relajada. Era su libro favorito; lo había leído
tantas veces que casi se lo sabía de memoria, y nunca se cansaba de leer una y
otra vez las mismas palabras. Al otro lado de la ventana, el sol se iba
inclinando sobre el horizonte de edificios grises, despidiéndose en silencio de
un día que tocaba a su fin. Cuando el manto de la noche hubo oscurecido sus
últimos rayos, y mucho más tarde, un ruido sordo en el porche sobresaltó a la
niña, que dejó caer el libro al suelo y aguzó los oídos, alerta y asustada.
–No estoy
borracho –dijo una voz grave y difusa que arrastraba las palabras
cuando se abrió la puerta de la entrada–. ¿Tú crees
que estoy borracho?
–No, Rodrigo,
no lo creo –dijo su esposa, dócilmente.
Pero claro que lo estaba, porque esa
noche, al salir del trabajo, se había reunido con sus colegas en el bar de
enfrente y juntos habían decidido acabar con todas las reservas de alcohol que
guardaran en la despensa. Belén Díaz así lo supuso cuando le llegó el olor a
vodka que exhalaba su aliento.
–No, claro que
no, porque no lo estoy…
Rodrigo Rojas se dirigió al salón y
se dejó caer en el sofá con un quejido; cerró los ojos un momento, profirió un
suspiro pesado y miró en derredor.
–¿Dónde está? –preguntó con rudeza.
–¿Dónde está
qué?
–La niña.
La mujer apretó los labios
imperceptiblemente, consciente de lo que vendría a continuación.
–Está
acostada.
–Pues
despiértala. Y dile que venga.
–Mañana tiene
que ir al colegio, necesita descansar.
–No hagas que
me levante, mujer –dijo el hombre, con tono amenazador y mirándola
directamente a los ojos.
Entonces, Belén Díaz inclinó la
cabeza indicando sumisión y salió del salón para ir a buscar a su única hija.
Poco después reapareció llevando de la mano a una niña que temblaba como una
hoja agitada por el viento.
Rodrigo Rojas miró a su hija con una
expresión hermética en su curtido rostro. Anabel, hipnotizada por la fuerza
magnética que poseían sus ojos, no pudo apartar la mirada para protegerse de aquellos
tentáculos que parecían leer con tanta claridad su corazón.
–Anabel,
pequeña… –dijo su padre, con voz melosa. Se incorporó hasta quedar
sentado, sin perder de vista a la niña un solo instante, y con los ojos
vidriosos añadió–: Estás temblando. ¿Acaso tienes miedo? ¿Le tienes miedo
a tu viejo padre?
Anabel sabía que aquellas palabras
amables encerraban una profunda amargura que había ido creciendo conforme
pasaban los años. Estaba muy asustada, pero no quería que su padre se diera
cuenta de ello porque él quería que su hija fuera valiente. No quería temblar
como lo hacía, pues era consciente de que esa acción repercutiría directamente
sobre ella.
–No debes
tenerme miedo –continuó el hombre, bajando el tono una octava–. Acércate.
Sin embargo, Anabel no podía moverse.
Se quedó donde estaba, junto a su madre, aferrando su mano con fuerza y
deseando desaparecer. Rodrigo Rojas decidió atajar la situación.
–Tú –le espetó a su
mujer–, vete de aquí.
Belén Díaz vaciló, pero, al advertir
la mirada iracunda de su marido, terminó por ceder y se marchó, dejando sola y
a su merced a la atemorizada niña.
–Acércate,
pequeña –repitió el hombre, con calma. Anabel obedeció y dio un
par de pasos dubitativos hacia él, sin atreverse a llegar a donde él pudiera
alcanzarla.– Un poco más… Un
poco más… Ya estás…
Anabel aspiró el hedor que desprendía su padre por todo el cuerpo, lo que
le hizo componer de manera inconsciente una leve mueca de desagrado, pero él no
pareció advertirlo; cogió las huesudas manos de la niña y las amasó con las
suyas.
–A veces me pregunto si de verdad eres hija mía –dijo, sin soltarla–. Deberías ser más grande, más fuerte,
más valiente. Deberías ser todo lo que no eres. Deberías haber sido un chico
que pudiera seguir mis pasos, pero no… Eres una niña torpe, enclenque, vulgar,
nimia, que nunca llegará a nada. Y nunca llegarás a nada porque eres incapaz de
dar un paso sin temblar, de acercarte a tu padre y obedecer una simple orden.
Nadie te va a querer. Si sigues con esa actitud, nadie te querrá nunca.
Con cada palabra, Rodrigo Rojas había ido alzando la voz y cada vez
apretaba con más fuerza los diminutos dedos de su hija al tiempo que la
zarandeaba para dar más énfasis a su discurso. Anabel, sacudida con violencia,
no quería escuchar, pero bebía de sus palabras como si estuviera sedienta.
–Pero yo sí te quiero –continuó él–. Lo sabes, ¿verdad? Sabes que te quiero, y por eso
quiero que aprendas a ser mejor. Por eso tengo que corregirte.
Rodrigo Rojas se levantó por fin, y, reteniendo a su hija con una mano,
alzó la otra y le asestó un brutal golpe en la mejilla.
Anabel chilló de dolor, sus piernas cedieron y se quedó colgando del brazo
que aún agarraba su padre con mano de hierro.
–No deberías ser tan débil, niña –le espetó, fuera de sí–. Así nadie te va a querer.
Y volvió a golpearla, una y otra vez, en diferentes partes del cuerpo, con
diferentes objetos, hasta que la niña cayó al suelo, exánime y dolorida, y ya
no se movió.
Y así sucedía, día tras día, unas
veces más y otras menos, pero el agresor nunca concentraba en la cara sus
arremetidas para que nadie notara nunca que vapuleaba a su hija y a su mujer.
Al día siguiente, Anabel se quedó en casa de nuevo, recuperándose en silencio
de las magulladuras, mientras sus padres acudían a una conferencia en la
capital. Esa mañana ni siquiera había tenido fuerzas para levantarse de la
cama, y permanecía boca abajo para evitar que las heridas de la espalda rozaran
con nada. Mantenía los ojos cerrados para tratar de seguir soñando, alargando
el momento de volver a la realidad, deseando morir para dejar de sufrir… Y, no
obstante, ni por un instante había siquiera imaginado lo que supo después,
cuando un desconocido apareció en su casa para llevársela, primero al hospital
y luego al orfanato. Aquel día, el rumbo de los acontecimientos cambiaba para
siempre, pues un desgraciado accidente se había cobrado las vidas de las dos
personas que la habían criado en medio de tinieblas, secretos y abusos.
***
En el parque
del orfanato, dos niñas se hallaban sentadas en la hierba, la una junto a la
otra, respirando el aire fresco de aquella apacible tarde de primavera. No
había a su alrededor otros niños que pudieran molestarlas ni cuidadores que las
vieran pasear a sus anchas por donde querían a deshoras. Aquel momento, un
momento de confidencias, solo les pertenecía a ellas.
Anabel miraba
un pajarillo que se había posado por allí cerca para atusarse las alas, perdida
en sus recuerdos de aquel aciago día.
–Ese hombre no tenía corazón –dijo Marina, de pronto–. Si lo
hubiese tenido, te habría querido. Y, si alguien te quiere, no te hace sufrir.
Anabel sintió
como si un puño le oprimiera el corazón.
Entonces, un
gran revuelo se armó dentro del edificio y unas voces preocupadas que gritaban
sus nombres les llegaron desde la distancia. Se oía perfectamente cómo los
niños corrían de un lado a otro, sin orden, buscando a sus compañeras
desaparecidas. La puerta que daba al jardín se abrió como si un vendaval la
hubiera empujado desde fuera y en el umbral apareció la directora del orfanato
con gesto de disgusto. Al verlas sentadas tranquilamente en la hierba, suspiró
de alivio, pero no se ablandó.
–¿Dónde os habíais metido, jovencitas? –las recriminó mientras se acercaba a ellas con paso firme y amplias
zancadas– ¿Se puede saber por qué no estabais en
la sala de vídeo con los demás? ¡Nos habéis dado un buen susto!
Las dos niñas empezaron a murmurar una disculpa, a
sabiendas de que se merecían la reprimenda por haberse escapado de la
vigilancia de sus mayores.
–No me vengáis con excusas. Llevo un
rato buscándoos por todas partes. Marina, dime, ¿qué crees que va a pensar de
ti ahora esta gente?
Marina se quedó de piedra ante las implicaciones que
conllevaba aquella pregunta. Pero lo primero que le vino a la cabeza no fue que
fueran a ver en ella a una chica desobediente e indiferente, sino que por fin
iba a ser adoptada. Permaneció con los ojos desorbitados y la boca abierta
durante unos segundos mientras asimilaba la nueva información que poseía y
luego, poco a poco, se fue abriendo una sonrisa sincera en su rostro infantil.
–¿Han venido por fin? –preguntó para
cerciorarse, aunque ya conocía la respuesta y ni siquiera se molestó en
escucharla. Se levantó y empezó a reír y a dar saltos, gritando–: ¡Hurra! ¡Hurra!
¡Por fin están aquí!
La severa directora, que hacía menos de un minuto la
estaba reprendiendo, se contagió de su buen humor y le dijo:
–Anda, ve a coger tus cosas y reúnete
con ellos. Ya está todo listo.
Marina, alocada y alegre, la miró radiante y le plantó un
beso en la mejilla. Después echó a correr todo lo rápido que fue capaz, sin
olvidarse de vociferar a su espalda:
–¡Corre, Anabel, ven a ayudarme con la
maleta!
Y Anabel, tímida y complaciente, corrió tras ella,
dejando a la directora atrás, que las miraba con gran cariño y admiración.
Una vez en la habitación, Marina empezó a trastear aquí y
allá, cogiendo sus escasas pertenencias y amontonándolas en una pequeña bolsa
de viaje. Anabel, desde la puerta, la observaba con una expresión apenada que
confería dulzura a sus facciones maltrechas.
–¿Qué te pasa? –le preguntó
Marina, al reparar en su postura alicaída. Al ver que su amiga no contestaba,
añadió con énfasis, como si acabara de recordar algo muy importante–: Vendrás conmigo
a conocerlos, ¿verdad?
Y, sin esperar respuesta, cogió la bolsa con una mano y
la de su amiga con la otra, y la arrastró consigo hasta la sala de visitas,
donde la aguardaban un hombre y una mujer que la recibieron con una amable
sonrisa en los labios.
–Ya estoy –dijo la niña a modo de saludo.
La pareja la miró, emocionada, y luego reparó en la niña
pelirroja. La directora, que había llegado antes que las niñas, se quedó
perpleja.
–Marina… ¿qué es esto?
–Dijiste que hiciera mi equipaje –respondió la niña,
y esperó la reacción de los demás aferrando aún más fuerte la mano de su amiga.
Anabel, que hasta ese momento se hallara fuera de lugar
en todo aquel asunto de la adopción de Marina, lentamente comenzó comprender la
situación que esta planteaba. Su corazón se agitó, nervioso, y su respiración
se entrecortó, al tiempo que adquiría la consciencia de que aquello realmente
estaba sucediendo y no formaba parte de un sueño hermoso pero finito.
–¿Qué…?
–Anabel se viene conmigo –dijo Marina, con
voz potente y autoritaria, pero con un leve atisbo de miedo en sus ojos
brillantes–. La quiero, y
quiero que venga conmigo.
Los presentes en aquella sala se quedaron mudos de
asombro un momento y se miraron entre ellos para hacerse en silencio las
calladas preguntas que no podían formularse en voz alta delante de las niñas.
El segundero del reloj de pared avanzaba incansable en su interminable
recorrido y Marina los contemplaba expectante mientras unas pequeñas gotas de
sudor iban perlando su frente. Finalmente, su madre adoptiva tomó la palabra.
–Bueno, seguro que podemos llegar a un
acuerdo.
Entonces, Marina se relajó y aflojó solo un poco la garra
con que aferraba a su amiga para evitar que la separaran de ella. Se volvió
hacia Anabel con una emoción mal contenida y vio que a su lado no se encontraba
la misma persona que hacía un minuto; en su lugar, había una chica de mirada
límpida que, quizá por primera vez en su vida, albergaba en sus profundos y
demacrados ojos una pequeña llama de esperanza por un futuro que estaba aún por
llegar.
Aer
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