domingo, 15 de marzo de 2015

Reconocimiento


RECONOCIMIENTO

Ella trabaja duro, pero no entiendo para qué. No le va a valer de nada que emplee tanto tiempo en eso, al final nunca obtiene el reconocimiento.
Todos los días se levanta temprano para estudiar, ponerse al día con los trabajos y hacer las tareas de la casa. Luego se marcha a la universidad, como si con eso fuera suficiente para poder decirle al mundo: hoy está bien, he hecho un buen trabajo. Sin embargo, sale a la calle con los hombros encogidos.
La veo cada día que pasa. La observo mientras piensa y deja la vida correr, y me doy cuenta de que lo sabe. Sabe que no hay nada que hacer, que siempre será igual, que el esfuerzo lo pondrá ella y el mérito se lo llevará otro.
A pesar de todo, sigue adelante, con la cabeza alta, los hombros caídos y el alma arrastrándose pesadamente a tres metros de distancia, manchándose con la suciedad del pavimento.
¿Por qué lo hará?, me pregunto una y otra vez, y una y otra vez obtengo la misma respuesta: hoy voy a hacerlo bien, hoy será un buen día.
Y así, día tras día, vive una vida que luego verá cómo le es arrebatada a la fuerza y sin ninguna dificultad, sin poder hacer nada para remediarlo. Le roban la vida, y ella solo es capaz de quedarse mirando ese agujero vacío que queda en su pecho. Después alza la vista y se pone a escribir.
Ojalá pudiera ayudarla, decirle hoy será un gran día, darle el reconocimiento que otros le niegan… Pero yo solo soy un pensamiento perdido.

Aer

miércoles, 4 de marzo de 2015

El único testigo


EL ÚNICO TESTIGO

Son las tres de la madrugada y no puedo dormir. He intentado relajarme para conciliar el sueño, en vano. Me encuentro cansada, pero mis párpados están abiertos de par en par.
Mis amigos y yo nos acostamos en cuanto llegamos a casa, a eso de las once y media, exhaustos después de haber pasado toda la tarde y parte de la noche recorriendo la feria del pueblo. Montamos en varias atracciones que daban vértigo e hicimos apuestas. Marc ganó un enorme pulpo de peluche, con siete brazos y dos patas, en un juego de tiros. El hombre que nos atendió compuso una mueca extraña al dárselo. Horas más tarde, con el estómago lleno y las piernas doloridas, dejamos que el pulpo descansara sobre el sofá del salón como un auténtico señor.
Dentro de la tranquilidad nocturna, el reloj de la cocina emite un ruido espeluznante. Tic-tac, tic-tac. Mis tímpanos vibran levemente con cada sacudida del segundero, y al compás de ese temblor late mi corazón, encogido. Mis brazos intentan protegerlo bajo el edredón.
Tic-tac.
Un susurro de sábanas en la habitación contigua me indica que alguien ha cambiado de posición. Tal vez no sea yo la única que tiene las pupilas dilatadas en medio de la oscuridad.
Las vigas del techo crujen, la madera de los muebles se contrae con un quejido. En el silencio de la noche, cualquier mínimo ruido se oye con espantosa claridad. Mi respiración es cada vez más débil y entrecortada, y se ralentiza con el fin de que mis oídos puedan captar otro sonido. A medida que pasa el tiempo, noto cómo voy empequeñeciendo cada vez más.
Tic-tac.
En esta casa hay tres habitaciones. Dos chicas duermen en la cama de matrimonio. Marc y Raúl se han acomodado en la litera del cuarto de al lado y Miguel se quedó en la esterilla, embutido en un saco viejo que había guardado al fondo de un armario. Sofía sueña apaciblemente cerca de mí, ajena a la inquietud que me invade. Sobre el sofá del salón descansa nuestro premio.
Tic-tac.
Alguien se levanta de la cama. Creo que es Marc, que salta de la litera. Lo oigo avanzar y tropezar con Miguel acto seguido. Pero este no protesta. No se ha despertado.
Marc cojea; seguramente se haya hecho daño al caer. Se detiene en el umbral.
Tic-tac.
¿Marc? ¿Qué pasa?
Es Raúl. Definitivamente, no soy la única que no consigue dormir.
Tic-tac.
Raúl se incorpora y, al salir, tropieza también con el cuerpo de Miguel. Cae estruendosamente al suelo. Se hace el silencio.
Tic-tac.
Detrás de mí suena una respiración contenida. En la cama de matrimonio, las chicas cuchichean quedamente. Su habitación, junto con la de los chicos, se halla justo delante del salón; la mía está detrás, pared con pared, al final de un pequeño corredor. Oigo cómo se enderezan, y luego callan.
Tic-tac.
Tic-tac.
No se oye nada más, nadie hace el más leve movimiento. Todos estamos despiertos y, a la vez, parecemos muertos.
¿Qué pasa?
Solo consigo captar la cu y la ese, lo que me demuestra que Sofía está tan asustada que no le sale la voz.
A mí tampoco. No contesto y sigo mirando la oscuridad con los ojos desorbitados.
Tic-tac.
Al cabo de unos segundos, Sofía reúne el valor suficiente para levantarse y salir a mirar. Rodea mi cama y llega al pasillo, tanteando las paredes con las manos. Yo me quedo donde estoy, porque sé que bajo las sábanas nadie puede hacerme daño.
Un poco más adelante, se para.
Silencio.
Tic-tac.
¿S-Sofía?
No hay respuesta.
Soy consciente de que estoy temblando, pero no noto frío, sino más bien un calor asfixiante. Estoy sudando. Mi corazón late desbocado y mis pulmones reclaman oxígeno a gritos. Tengo las pupilas dilatadas por el pánico. Me muerdo la lengua para amortiguar el ruido que producen mis dientes al castañear.
No puedo más. Pasados unos angustiosos instantes, me despojo del edredón y me pongo en pie, estremeciéndome. La incertidumbre ha logrado superar al miedo y la necesidad de saber se impone ante todo lo demás.
Avanzo con sigilo por el pasillo, pero me detengo enseguida.
Una tenue luz verdosa procedente del salón ilumina débilmente la estancia. Una negra silueta inmóvil se recorta contra ella limpiamente. La toco.
Deduzco, por la postura y la forma, que es Sofía, pero está fría y… dura como una piedra. Un escalofrío me recorre la médula. Entrecierro los ojos para distinguir algo más allá.
Las dos chicas de la habitación de matrimonio están incorporadas a los pies de la cama. Miguel sigue tumbado en el suelo, con los ojos abiertos de par en par, como hipnotizado. Raúl, que había tropezado con él, permanece en la misma posición. Marc es el que está más cerca de mí y de Sofía; tiene los pasos estáticos dirigidos hacia el centro del salón y una mirada ausente que refleja un brillo verdoso e inquietante.
Nadie se mueve. Solo yo, que no puedo evitar sentir la irrefrenable y mortífera curiosidad por saber qué es lo que había visto Marc antes de quedarse quieto.
Para siempre.
Pero no me doy cuenta hasta que veo ese horrible y nefasto muñeco de feria amorfo cuyos ojos verdes relucen siniestramente en la oscuridad y me dirigen una letal mirada que me dejará convertida en estatua como a todos los demás que osaron mirarlo esta noche.
En el ínfimo lapso de tiempo que han tardado nuestros ojos en encontrarse, me he dado cuenta de que seis de sus siete sinuosos brazos han desparecido. Solo queda uno.
Intuía que algo no iba bien desde que llegamos. Insistí en guardar el estúpido pulpo en el armario, pero nadie me escuchó.
Noto cómo mi cuerpo se enfría y se petrifica.
Para siempre.
Tic-tac. 

Aer