EL
ÚNICO TESTIGO
Son
las tres de la madrugada y no puedo dormir. He intentado relajarme para
conciliar el sueño, en vano. Me encuentro cansada, pero mis párpados están
abiertos de par en par.
Mis
amigos y yo nos acostamos en cuanto llegamos a casa, a eso de las once y media,
exhaustos después de haber pasado toda la tarde y parte de la noche recorriendo
la feria del pueblo. Montamos en varias atracciones que daban vértigo e hicimos
apuestas. Marc ganó un enorme pulpo de peluche, con siete brazos y dos patas,
en un juego de tiros. El hombre que nos atendió compuso una mueca extraña al
dárselo. Horas más tarde, con el estómago lleno y las piernas doloridas,
dejamos que el pulpo descansara sobre el sofá del salón como un auténtico
señor.
Dentro
de la tranquilidad nocturna, el reloj de la cocina emite un ruido espeluznante.
Tic-tac, tic-tac. Mis tímpanos vibran
levemente con cada sacudida del segundero, y al compás de ese temblor late mi
corazón, encogido. Mis brazos intentan protegerlo bajo el edredón.
Tic-tac.
Un
susurro de sábanas en la habitación contigua me indica que alguien ha cambiado
de posición. Tal vez no sea yo la única que tiene las pupilas dilatadas en
medio de la oscuridad.
Las
vigas del techo crujen, la madera de los muebles se contrae con un quejido. En
el silencio de la noche, cualquier mínimo ruido se oye con espantosa claridad.
Mi respiración es cada vez más débil y entrecortada, y se ralentiza con el fin
de que mis oídos puedan captar otro sonido. A medida que pasa el tiempo, noto
cómo voy empequeñeciendo cada vez más.
Tic-tac.
En
esta casa hay tres habitaciones. Dos chicas duermen en la cama de matrimonio.
Marc y Raúl se han acomodado en la litera del cuarto de al lado y Miguel se
quedó en la esterilla, embutido en un saco viejo que había guardado al fondo de
un armario. Sofía sueña apaciblemente cerca de mí, ajena a la inquietud que me
invade. Sobre el sofá del salón descansa nuestro premio.
Tic-tac.
Alguien
se levanta de la cama. Creo que es Marc, que salta de la litera. Lo oigo
avanzar y tropezar con Miguel acto seguido. Pero este no protesta. No se ha
despertado.
Marc
cojea; seguramente se haya hecho daño al caer. Se detiene en el umbral.
Tic-tac.
–¿Marc? ¿Qué pasa?
Es
Raúl. Definitivamente, no soy la única que no consigue dormir.
Tic-tac.
Raúl
se incorpora y, al salir, tropieza también con el cuerpo de Miguel. Cae
estruendosamente al suelo. Se hace el silencio.
Tic-tac.
Detrás
de mí suena una respiración contenida. En la cama de matrimonio, las chicas
cuchichean quedamente. Su habitación, junto con la de los chicos, se halla
justo delante del salón; la mía está detrás, pared con pared, al final de un
pequeño corredor. Oigo cómo se enderezan, y luego callan.
Tic-tac.
Tic-tac.
No
se oye nada más, nadie hace el más leve movimiento. Todos estamos despiertos y,
a la vez, parecemos muertos.
–¿Qué pasa?
Solo
consigo captar la cu y la ese, lo que
me demuestra que Sofía está tan asustada que no le sale la voz.
A
mí tampoco. No contesto y sigo mirando la oscuridad con los ojos desorbitados.
Tic-tac.
Al cabo
de unos segundos, Sofía reúne el valor suficiente para levantarse y salir a
mirar. Rodea mi cama y llega al pasillo, tanteando las paredes con las manos.
Yo me quedo donde estoy, porque sé que bajo las sábanas nadie puede hacerme
daño.
Un
poco más adelante, se para.
Silencio.
Tic-tac.
–¿S-Sofía?
No
hay respuesta.
Soy
consciente de que estoy temblando, pero no noto frío, sino más bien un calor
asfixiante. Estoy sudando. Mi corazón late desbocado y mis pulmones reclaman
oxígeno a gritos. Tengo las pupilas dilatadas por el pánico. Me muerdo la
lengua para amortiguar el ruido que producen mis dientes al castañear.
No
puedo más. Pasados unos angustiosos instantes, me despojo del edredón y me
pongo en pie, estremeciéndome. La incertidumbre ha logrado superar al miedo y
la necesidad de saber se impone ante todo lo demás.
Avanzo
con sigilo por el pasillo, pero me detengo enseguida.
Una
tenue luz verdosa procedente del salón ilumina débilmente la estancia. Una
negra silueta inmóvil se recorta contra ella limpiamente. La toco.
Deduzco,
por la postura y la forma, que es Sofía, pero está fría y… dura como una
piedra. Un escalofrío me recorre la médula. Entrecierro los ojos para
distinguir algo más allá.
Las
dos chicas de la habitación de matrimonio están incorporadas a los pies de la
cama. Miguel sigue tumbado en el suelo, con los ojos abiertos de par en par,
como hipnotizado. Raúl, que había tropezado con él, permanece en la misma
posición. Marc es el que está más cerca de mí y de Sofía; tiene los pasos estáticos
dirigidos hacia el centro del salón y una mirada ausente que refleja un brillo
verdoso e inquietante.
Nadie
se mueve. Solo yo, que no puedo evitar sentir la irrefrenable y mortífera
curiosidad por saber qué es lo que había visto Marc antes de quedarse quieto.
Para
siempre.
Pero
no me doy cuenta hasta que veo ese horrible y nefasto muñeco de feria amorfo cuyos
ojos verdes relucen siniestramente en la oscuridad y me dirigen una letal
mirada que me dejará convertida en estatua como a todos los demás que osaron
mirarlo esta noche.
En
el ínfimo lapso de tiempo que han tardado nuestros ojos en encontrarse, me he
dado cuenta de que seis de sus siete sinuosos brazos han desparecido. Solo
queda uno.
Intuía
que algo no iba bien desde que llegamos. Insistí en guardar el estúpido pulpo
en el armario, pero nadie me escuchó.
Noto
cómo mi cuerpo se enfría y se petrifica.
Para
siempre.
Tic-tac.
Aer
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