lunes, 26 de diciembre de 2016

Amojamado

AMOJAMADO

Estaba muerto.
Intenté salvarlo, pero estaba muerto.
Frío. Exánime. Petrificado.

Era una cría, un pequeño mirlo que se había caído de una rama cuando intentaba aprender a volar. Se había fracturado un ala, pero no lloraba, y aguantaba con resignación entera la malaventura acaecida en su reciente primavera. Impotente, me miraba. Y pensé: “¿Qué es un pájaro que no puede volar?” Me afligía ver esos ojillos incrustados en su diminuta cabeza, unos ojillos huecos que ya no podrían mirar sino a ras del suelo era tan pequeño que cabía entre las palmas de mis manos. Lo llevé a mi casa sin que él se opusiera a mi voluntad, para no dejarlo ahí tirado, pasto de los gusanos de la tierra. Le regalé una nueva morada, una donde pudiera sentirse a sus anchas, donde no tuviera que preocuparse por su minusvalía: una jaula que hacía ya muchos años que no se usaba. Le di de comer unas migajas de pan mojado, introduciéndolas en su boca con un palillo y le mojé el pico con agua tibia. Estaba perfectamente bien cuidado, y no le faltaba cariño ni compañía. Cuando llegó la noche y apagué la luz, oí desde mi cama sus irregulares pasos haciendo temblar los hierros de la jaula. ¿Tendría miedo? Quizá había ido a beber agua. No lo sabía, pero escuchaba el vano intento por batir su inutilizada ala, la cual lo había condenado irremediablemente a morir de una forma fría y austera. A la mañana siguiente, cuando desperté, sentía un desasosiego que me impedía levantarme, y, temerosa, procuraba evitar mirar el lugar donde había depositado al convaleciente. Al fin, me armé del valor suficiente para hacerlo, y, cuando descubrí el desastre, amojamado, me fui corriendo, sin respirar, sin volver la vista atrás, para poner la máxima distancia posible entre la muerte y yo, abandonando así el cadáver que yacía inmóvil en el fondo de la jaula.

Estaba muerto.
Intenté salvarlo, pero estaba muerto.
Frío. Exánime. Petrificado.

Aer