AMOJAMADO
Estaba muerto.
Intenté salvarlo, pero estaba muerto.
Frío. Exánime. Petrificado.
Era una cría, un pequeño
mirlo que se había caído de una rama cuando intentaba aprender a volar. Se había
fracturado un ala, pero no lloraba, y aguantaba con resignación entera la
malaventura acaecida en su reciente primavera. Impotente, me miraba. Y pensé:
“¿Qué es un pájaro que no puede volar?” Me afligía ver esos ojillos incrustados
en su diminuta cabeza, unos ojillos huecos que ya no podrían mirar sino a ras
del suelo –era
tan pequeño que cabía entre las palmas de mis manos–. Lo llevé a mi casa sin
que él se opusiera a mi voluntad, para no dejarlo ahí tirado, pasto de los
gusanos de la tierra. Le regalé una nueva morada, una donde pudiera sentirse a
sus anchas, donde no tuviera que preocuparse por su minusvalía: una jaula que
hacía ya muchos años que no se usaba. Le di de comer unas migajas de pan
mojado, introduciéndolas en su boca con un palillo y le mojé el pico con agua
tibia. Estaba perfectamente bien cuidado, y no le faltaba cariño ni compañía.
Cuando llegó la noche y apagué la luz, oí desde mi cama sus irregulares pasos
haciendo temblar los hierros de la jaula. ¿Tendría miedo? Quizá había ido a
beber agua. No lo sabía, pero escuchaba el vano intento por batir su inutilizada
ala, la cual lo había condenado irremediablemente a morir de una forma fría y
austera. A la mañana siguiente, cuando desperté, sentía un desasosiego que me
impedía levantarme, y, temerosa, procuraba evitar mirar el lugar donde había
depositado al convaleciente. Al fin, me armé del valor suficiente para hacerlo,
y, cuando descubrí el desastre, amojamado, me fui corriendo, sin respirar, sin
volver la vista atrás, para poner la máxima distancia posible entre la muerte y
yo, abandonando así el cadáver que yacía inmóvil en el fondo de la jaula.
Estaba muerto.
Intenté salvarlo, pero estaba muerto.
Frío. Exánime. Petrificado.
Aer
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