HORA MENGUADA
El mundo se marchita, como
una flor que ya no vislumbra el sol entre las nubes. Los colores desaparecen,
ocultos tras una mancha gris oscura. Nada tiene sentido, ni aquí ni ahora. Los
días, una interminable sucesión de luz y sombra, ya no transcurren, y se han
quedado suspendidos en la penumbra de un momento sin hora.
Adiós a la vida; al
torbellino confuso y radiante de la existencia. Adiós a los sueños, y a las
aventuras que me aguardaban ahí fuera –ahí fuera, un lugar que podía alcanzar con solo cruzar el
umbral de la puerta–.
Adiós, vida; adiós vivir; adiós, morir. Porque la muerte no llega; porque la
muerte está pasando y no me lleva.
Yo, que era fuerte; yo, que
era invencible, que me reía de la adversidad como quien se sabe con temple suficiente
para derrotarla. En qué hora me volví tan débil. Yo, que antaño era la imagen
de la vehemencia, no puedo evitar ahora que lágrimas inocentes y desesperadas
bañen mi rostro cansado, pues ha venido el infortunio a llamar a mi puerta con
la intención de quedarse conmigo durante mucho, mucho tiempo.
Aer
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