LA CEGÓ LA CAFEÍNA
He aquí una de esas
curiosidades de la vida.
A menudo veo a Cilla
cuando pega el pecho al suelo mientras muerde con saña una pelota y deja el
culo levantado. Es bastante gracioso cuando hace eso, que suele ser el noventa
por ciento del tiempo que está con una pelota. No hace caso a nada más y dan
ganas de pillarla por sorpresa por detrás, cogerla y pegarle un susto, como
cuando le haces ese tipo de gamberradas a tu hermano pequeño o a tu primo.
Sin embargo, jamás
pensé que tendría la ocasión de encontrarme con una mosca adicta a la cafeína.
Sucedió en la
biblioteca (que, como de costumbre, está plagada de moscas), en una de esas
interminables sesiones de estudio desmoralizante. La mosca en cuestión no
dejaba de revolotear a mi alrededor, como si fuera lo más entretenido del mundo
molestar al personal. Pero, sobre todo, no parecía perder de vista un instante
el vaso de café que había delante de mí, y aguardaba el momento en que me
distrajera de mi celosa vigilancia para lanzarse sobre él.
Como era de esperar,
este momento llegó. Había conseguido centrarme en mis apuntes durante varios
minutos seguidos y mantenía la cabeza gacha. La mosca supo que era su momento.
Hastiada por esos
minutos leyendo las características de las ondas del electrocardiograma,
levanté la vista y allí estaba.
La mosca (que en estos
precisos instantes se acicala con esmero y pulcritud sobre unas hojas a escasos
centímetros de mi nariz) había sucumbido por fin a la extraña atracción que
ejercía el vaso de plástico, ahora vacío, en cuya pared interna habían quedado
adheridas algunas gotas de café. Había hundido su cabeza en una de ellas (por
eso se la estará limpiado tanto) y mantenía su trasero en posición vertical por
encima del borde del recipiente.
La cegó la cafeína.
No veía nada más allá
del interior del vaso y los apetecibles restos que quedaban. ¿Y qué pensé yo?
Obviamente, que en mitad de una tediosa sesión de estudio no venía mal un
momento de diversión, aunque fuera a costa de otro. Así que, aguantándome como
pude la risa, acerqué despacio la mano a su descuidado trasero…
No podía verlo venir,
ni siquiera estaba mirando con esos ojos suyos tan espectaculares.
Le di un empujoncito
con el dedo… e inmediatamente, con aspecto de estar muy indignada, salió
volando del vaso con las patas manchadas de café.
En medio de su vuelo
hacia su improvisado lugar de aseo, me pareció oír que me gritaba con un
zumbido: “¡Sucia traidora!”
Puede que me lo
mereciera.
Aer
22/04/15
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