sábado, 3 de octubre de 2015

La cegó la cafeína

LA CEGÓ LA CAFEÍNA

He aquí una de esas curiosidades de la vida.
A menudo veo a Cilla cuando pega el pecho al suelo mientras muerde con saña una pelota y deja el culo levantado. Es bastante gracioso cuando hace eso, que suele ser el noventa por ciento del tiempo que está con una pelota. No hace caso a nada más y dan ganas de pillarla por sorpresa por detrás, cogerla y pegarle un susto, como cuando le haces ese tipo de gamberradas a tu hermano pequeño o a tu primo.
Sin embargo, jamás pensé que tendría la ocasión de encontrarme con una mosca adicta a la cafeína.
Sucedió en la biblioteca (que, como de costumbre, está plagada de moscas), en una de esas interminables sesiones de estudio desmoralizante. La mosca en cuestión no dejaba de revolotear a mi alrededor, como si fuera lo más entretenido del mundo molestar al personal. Pero, sobre todo, no parecía perder de vista un instante el vaso de café que había delante de mí, y aguardaba el momento en que me distrajera de mi celosa vigilancia para lanzarse sobre él.
Como era de esperar, este momento llegó. Había conseguido centrarme en mis apuntes durante varios minutos seguidos y mantenía la cabeza gacha. La mosca supo que era su momento.
Hastiada por esos minutos leyendo las características de las ondas del electrocardiograma, levanté la vista y allí estaba.
La mosca (que en estos precisos instantes se acicala con esmero y pulcritud sobre unas hojas a escasos centímetros de mi nariz) había sucumbido por fin a la extraña atracción que ejercía el vaso de plástico, ahora vacío, en cuya pared interna habían quedado adheridas algunas gotas de café. Había hundido su cabeza en una de ellas (por eso se la estará limpiado tanto) y mantenía su trasero en posición vertical por encima del borde del recipiente.
La cegó la cafeína.
No veía nada más allá del interior del vaso y los apetecibles restos que quedaban. ¿Y qué pensé yo? Obviamente, que en mitad de una tediosa sesión de estudio no venía mal un momento de diversión, aunque fuera a costa de otro. Así que, aguantándome como pude la risa, acerqué despacio la mano a su descuidado trasero…
No podía verlo venir, ni siquiera estaba mirando con esos ojos suyos tan espectaculares.
Le di un empujoncito con el dedo… e inmediatamente, con aspecto de estar muy indignada, salió volando del vaso con las patas manchadas de café.
En medio de su vuelo hacia su improvisado lugar de aseo, me pareció oír que me gritaba con un zumbido: “¡Sucia traidora!”
Puede que me lo mereciera.

Aer

22/04/15

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