Esta
historia tiene tres partes:
Dedicatoria:
A mi mejor amiga
Agradecimientos:
Gracias
a Anita, por ser amiga, por ser crítica, por leer esta historia trescientas
veces y ayudarme a mejorarla, por animarme a seguir
Y la propia historia…
CILLA
No recuerdo mi vida antes de ser
abandonada. Solo consigo evocar los días en que caminaba por el arcén de una
carretera solitaria con mi madre, sin saber a dónde ir, sin saber qué comer ni
qué beber.
Hacía calor; era verano y haría días
que no llovía, porque el suelo estaba árido y seco. Ni una brizna de viento
conseguía alejar la insoportable idea de que nos estábamos muriendo de hambre y
sed.
Mi madre era joven, y en sus ojos se
reflejaba el dolor de quien lo pasa verdaderamente mal en la vida. Cada día que
pasábamos a la intemperie, ella se esforzaba lo inimaginable por encontrar
humedad en la tierra, algún insecto que tragar, algo con lo que sobrevivir. Si
alguna vez descubría algo que se pudiera comer, siempre me lo daba a mí
primero, y era consciente de que no aguantaríamos mucho tiempo encerradas en
aquella insulsa rutina. Yo, en cambio, era muy pequeña para darme cuenta de lo
que sucedía.
De aquellos días nefastos, solo la
recuerdo a ella.
Una mañana, apareció una furgoneta. De
ella se apearon dos hombres muy cerca de donde nos habíamos escondido, detrás
de unas malas hierbas. Se aproximaron lentamente, pero no teníamos fuerzas para
iniciar una huida precipitada, así que nos dejamos atrapar, resignadas.
Instantes después, nos encontrábamos instaladas en la parte de atrás del
vehículo, el cual empezó a vibrar mientras se desplazaba, provocándonos un
mareo irremediable que nos duró todo el trayecto hasta quién sabe dónde.
Cuando llegamos, los hombres nos
condujeron amablemente y con cuidado, para no hacernos perder el equilibrio (ya
que nuestras vísceras seguían dando vueltas dentro de nuestro cuerpo), hacia un
jardín vallado, y allí nos dejaron solas hasta que, poco después, apareció una
mujer que nos trajo comida y agua. Bendita bondad, pensé.
Al poco tiempo, descubrimos que no
éramos las únicas a las que habían rescatado de la miseria. En aquel pequeño
refugio había otros como nosotras, abandonados, maltratados, lacerados. Y
pronto nos hicimos amigas suyas.
Había pequeños, adultos y viejos. A mí
me gustaba jugar a pelearme con los de mi edad, siempre bajo la atenta mirada
del más veterano del lugar, ciego, medio cojo, pero con buen olfato. En
ocasiones oía decir que no duraría mucho más tiempo; sin embargo, mientras
resistía a la vejez y a la enfermedad, nunca perdía la oportunidad de pegarnos
un buen grito para que tranquilizáramos nuestros ánimos. A quien más cariño
cogí allí fue a la mujer que nos cuidaba. Siempre nos traía la comida y nos
cambiaba el agua. Era muy simpática y me hacía muchas carantoñas que me
alegraban el día. Nos trataba muy bien a todos.
Así transcurrió el resto del verano.
Pero, al final, ocurrió algo nuevo, distinto.
Tenía visita.
No entendí por qué lo hicieron, pero,
en el momento en que aparecieron aquellas personas, me dejaron sola en mi
parcela junto a una compañera raquítica, y al resto se los llevaron a otras contiguas.
Mi madre estaba al otro lado de la
valla.
Era la primera vez que nos separaban,
pero yo, en mi inocente juventud, no me percaté de ese pequeño detalle. Y,
debido a mi alocado carácter, no pude evitar ponerme a juguetear con los
visitantes, asaltándolos cuando estaban desprevenidos mientras mi compañera
raquítica se alejaba de ellos, asustada.
Así pasé un rato entretenido, hasta que
se marcharon y pude estar de nuevo con mi madre. Entonces, yo no lo sabía,
porque, cuando se es pequeño, lo más importante y lo único que te ocupa la
mente es el juego; no te preocupas por nimiedades como el miedo y la
desesperación. Así que no era consciente de los sentimientos encontrados que
había experimentado mi madre al otro lado de la valla mientras yo bailaba con
fuego junto a aquellos extraños visitantes.
Nuestra vida volvió a la normalidad
después de aquel suceso, aunque no por mucho tiempo.
Después de una semana, soy arrastrada
hasta la parte trasera de otra furgoneta, y, esta vez, mi madre no va conmigo.
Grité, la llamé, aullé, lloré, rogué
por que me dejaran volver a su lado. En vano. El coche arrancó y no regresó.
Después de ese día, jamás volví a ver a mi madre. Ni una sola vez.
Al cabo de un rato que se me hizo
eterno, la furgoneta se detuvo y me permitieron salir. Pero me encontraba en un
sitio completamente diferente. Sin dejarme tiempo apenas para echar un leve vistazo
a mi alrededor, me condujeron a una de las casas que ocupan la interminable
calle asfaltada. Allí, me recibió una mujer que se parecía a la de mi antiguo
hogar, también muy simpática.
Está conmigo un rato y luego me deja
encerrada en el garaje. No hay luz y me siento sola. El miedo consigue que mis
esfínteres se relajen.
Más tarde, alguien abrió la puerta y me
encontré cara a cara con las mismas personas que me habían visitado hacía una
semana en mi parcela. Me puse muy nerviosa; de pronto, las cosas sucedían con
demasiada rapidez y no me daba tiempo a asimilarlas.
Y otra vez lucían esa sonrisa amable y
cariñosa. Pero yo lo único que quería era volver con mi madre.
Me pusieron un collar al cuello y
ataron una cuerda a él; luego, me llevaron a rastras fuera de aquella casa.
De nuevo estoy en la parte de atrás de
un coche y de nuevo este se empieza a mover.
¿Cuántas veces más me iban a trasladar?
¿A dónde iría ahora?
A pesar de mis miedos y mi
incertidumbre iniciales, esta gente no estaba tan mal. Eran buenos conmigo; me
daban de comer, me regalaban juguetes, me llevaban de paseo y me dejaban jugar
con quienquiera que me encontrase por la calle o en el parque. Se preocupaban
por mí. Aunque se enfadaban cuando orinaba donde no debía o cuando me alejaba
corriendo demasiado. Y hubo un tiempo en que me llevaban mucho a un sitio donde
había un señor que no dejaba de toquetearme y mirarme todo el cuerpo; creo que
era por mi bien, pero me molestaba.
Lo que no me ha gustado nada es algo
que hicieron unos años atrás conmigo, con mi cuerpo. Eso de abrirme la tripa y
empezar a quitarme órganos para que no me reprodujera.
Creo que, en el fondo, ellos no querían
someterme a semejante operación. Pero, al parecer, no tenían opción. Al
parecer, venía en el contrato de adopción de cachorros.
Después de eso, el problema derivó en un
seroma del tamaño de un puño que esperaban que se reabsorbiera por sí solo al
cabo de un mes, y, mientras tanto, tuve el juego restringido porque no podía
hacer ejercicio en exceso por si la cosa se ponía fea.
Anoche soñé con mi madre; la de verdad,
no la adoptiva. Poco a poco me he ido olvidando de ella, y a veces, su recuerdo
me asalta en sueños. Una vez oí que también la habían adoptado otras personas.
¿Qué estará haciendo ahora? ¿Se acordará de mí? ¿Me echará de menos como yo a
ella? No puedo evitar un estremecimiento.
Mi cuerpo se agarrota al pensar que
hemos sido creados exclusiva e injustamente para proporcionar compañía y
servicio al ser humano. Y, a pesar de ello, a pesar de estar siempre a su
disposición, todavía hay perros abandonados, maltratados y lacerados que se
hallan solos en algún lugar de este mundo.
Aer
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