lunes, 5 de enero de 2015

El santuario del escritor


EL SANTUARIO DEL ESCRITOR

Los días transcurrían con lentitud aquel invierno en la vieja cabaña del bosque. El fuego ardía y crepitaba quedamente en el hogar, extendiendo su cálido manto por toda la estancia, y los rincones más recónditos se encogían temerosos entre las sombras. Sobre la mesa reposaba un tintero medio vacío y, a su lado, una pluma de cuervo negra y estilizada con la punta recién afilada. Junto a estos dos elementos, un trozo de pergamino en blanco, esperando sentir el rasgar de la pluma y el fluir de la tinta sobre su superficie áspera y lisa. La silla inmaculada aguardaba ante la mesa a que el escritor se sentase por fin.
Sin embargo, el hombre no podía sino deambular sin rumbo por la habitación, perdido en sus más profundas cavilaciones. De vez en cuando, se detenía a frotarse las manos frente a la chimenea para calentárselas, momento en el cual fijaba sus pupilas en las llamas y parecía mirar a través de ellas, tal vez anhelando hallar algo al otro lado. Pero una y otra vez volvía la cabeza, apesadumbrado, y reanudaba sus pasos errantes.
Así transcurrían los días, los meses, los años; y todos los inviernos, cuando el bosque enmudecía, el escritor acallaba sus pensamientos. El silencio lo envolvía hasta tal punto que llegaba a olvidarse del tiempo,  y no se daba cuenta de que se hacía viejo ni de que sus inviernos estaban contados, y los malgastaba de aquella manera tan suya, deambulando por su santuario, sin atreverse a mirar por la ventana para comprobar si aquella mañana acudiría a llamar a su puerta el ansiado visitante.
Mientras tanto, el tintero seguía medio vacío, la pluma sin estrenar y el pergamino intacto, sin lograr atraer por un instante la vieja y cansada mirada del escritor.

Aer

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