EL
SANTUARIO DEL ESCRITOR
Los días transcurrían con lentitud aquel
invierno en la vieja cabaña del bosque. El fuego ardía y crepitaba quedamente
en el hogar, extendiendo su cálido manto por toda la estancia, y los rincones
más recónditos se encogían temerosos entre las sombras. Sobre la mesa reposaba
un tintero medio vacío y, a su lado, una pluma de cuervo negra y estilizada con
la punta recién afilada. Junto a estos dos elementos, un trozo de pergamino en
blanco, esperando sentir el rasgar de la pluma y el fluir de la tinta sobre su
superficie áspera y lisa. La silla inmaculada aguardaba ante la mesa a que el
escritor se sentase por fin.
Sin embargo, el hombre no podía sino
deambular sin rumbo por la habitación, perdido en sus más profundas
cavilaciones. De vez en cuando, se detenía a frotarse las manos frente a la
chimenea para calentárselas, momento en el cual fijaba sus pupilas en las
llamas y parecía mirar a través de ellas, tal vez anhelando hallar algo al otro
lado. Pero una y otra vez volvía la cabeza, apesadumbrado, y reanudaba sus
pasos errantes.
Así transcurrían los días, los meses,
los años; y todos los inviernos, cuando el bosque enmudecía, el escritor
acallaba sus pensamientos. El silencio lo envolvía hasta tal punto que llegaba
a olvidarse del tiempo, y no se daba
cuenta de que se hacía viejo ni de que sus inviernos estaban contados, y los
malgastaba de aquella manera tan suya, deambulando por su santuario, sin
atreverse a mirar por la ventana para comprobar si aquella mañana acudiría a
llamar a su puerta el ansiado visitante.
Mientras tanto, el tintero seguía medio
vacío, la pluma sin estrenar y el pergamino intacto, sin lograr atraer por un
instante la vieja y cansada mirada del escritor.
Aer
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