CAUTIVA
Parecía que todo iba a
cambiar. Por fin, después de tres meses, era el momento. Nadie habría sospechado
nunca que esto iba a ocurrir precisamente ahora.
El día amaneció gris; pero
cuándo no amanece gris un día. Hacía un frío de mil demonios, y el viento,
gélido, calaba hasta el tuétano de los huesos. Era una situación poco usual
para esa época del año, y, sin embargo, parecía evidente que algo así tenía que
suceder, tarde o temprano.
Aunque los indicios eran
claros, nadie lo esperaba. En la clase, el contraste con el exterior era casi
palpable; el calor bochornoso conseguía que olvidaras hasta dónde te
encontrabas, qué día era e incluso el argumento del poema que debíamos
analizar. Las palabras del profesor, las de los alumnos que participaban,
estoicos ante la apatía, se volvían difusas. Mis pensamientos se hallaban en
cualquier lugar menos en La cautiva,
mi mirada se perdió allende la ventana, se volvió borrosa, y un punto lejano me
hipnotizó hasta que dejé de ser consciente de quién era.
Fue solo un susurro, apenas
un suspiro. A mi lado, alguien había disparado la detonación. La voz se
extendió como la pólvora entre mis compañeros y de pronto todos se volvieron
sordos; todos, hipnotizados, miraban justo lo que yo estaba mirando y no veía,
lo más extraño, lo más irreal, lo más intangible que puedas imaginar en esta
ciudad. Todos, en silencio, helados ante aquel espectáculo primaveral, dijeron
a una:
–¡Está nevando!
Aer