EL PEOR DÍA
Era un día de mediados de mayo. Por las interminables cuestas del pueblo
que lo conducían de regreso a casa, corría un niño radiante de felicidad,
ansioso por transmitirles a sus padres la buena nueva. Imaginaba su reacción,
sus pechos henchidos de orgullo y sus sonrisas de aprobación, y dobló la
velocidad casi con urgencia. Por supuesto, también se lo diría a Toby y a Coda,
y les llevaría sus chuches favoritas cuando fuera a visitarlos a la parcela.
Porque, contra todo pronóstico, Daniel, con apenas doce años recién
cumplidos, había logrado derrotar en una partida de ajedrez al que había sido
campeón del torneo durante tres años consecutivos. Su bien merecida medalla
dorada rebotaba contra su pecho con cada zancada que daba.
Una vez hubo llegado a casa, llamó al timbre con ansiedad y aguardó,
impaciente, a que abrieran la puerta. Al poco rato, en el umbral apareció su
madre, lívida y visiblemente sorprendida, pues el niño había vuelto más
temprano de lo que esperaba.
–¡Daniel! –alcanzó a
murmurar, sin apartarse de la entrada– ¿Cómo es que estás aquí tan pronto?
El niño, sin percatarse del extraño comportamiento de la mujer, le soltó a
bocajarro, sin poder contenerse por más tiempo:
–¡He ganado! ¡Mamá, he ganado el torneo! ¡He vencido a
Raúl!
Como cualquier niño que anuncia a sus padres algo emocionante, Daniel
supuso que su madre se alegraría y lo felicitaría, y lo estrecharía entre sus
brazos con fuerza y arrobo; pero no fue esto lo que ocurrió, en absoluto.
–Daniel, pasa y vete a tu cuarto ahora mismo –dijo ella, en cambio.
Sin embargo, Daniel no le hizo caso y cogió unas galletas de perro de la
caja que había sobre una cómoda en el vestíbulo.
–No, mamá, tengo que contárselo a Toby y a Coda. Se lo
prometí.
Y, acto seguido, salió rápidamente por la puerta de la cocina, sin advertir
la expresión que compuso la mujer a su espalda.
Mientras caminaba por el sendero que conducía a la parcela a través de los
matorrales, se puso a tararear alegremente la canción de los vencedores. Rodeó
la medalla con los dedos y la admiró de nuevo, como si de una reliquia se
tratase. No se molestó en preguntarse por qué su madre no le había dado la
menor importancia, porque él solo podía pensar en que su deseo se había
cumplido por fin. Al día siguiente podría fardar de ello ante sus amigos.
No obstante, cuando llegó a la parcela su euforia se evaporó tan deprisa
que parecía que nunca hubiese estado allí.
En su lugar, solo le quedó un vacío en el pecho que lo dejó clavado en
el sitio, mirando, boquiabierto y al borde del llanto, la horrible escena que
se estaba desarrollando al otro lado de la valla. El mundo se detuvo un
instante, el tiempo que tarda un corazón en latir.
Su padre debió de darse cuenta de que estaba siendo observado, porque en
ese momento se detuvo y alzó una mirada iracunda que descargó sobre su
petrificado hijo de doce años.
–Hijo, vete de aquí –le espetó, con dureza.
Daniel aún tardó unos segundos en obedecer y salir disparado hacia la casa
para refugiarse en su habitación, pasando por delante de su madre, a quien
parecían haberle caído encima veinte años de golpe. Se metió entre las sábanas,
y, una vez oculto de miradas indiscretas, rompió a llorar desconsoladamente,
sin lograr borrar de su retina la imagen de sus dos perros siendo fieramente
apaleados por su padre.
Pasó el resto de la tarde solo, encerrado en su habitación, y, cuando su
madre lo llamó para que fuera a cenar, la ignoró deliberadamente. No le
apetecía ver a sus padres ni hablar de lo ocurrido, y ellos se limitaron a
respetar su silencio, sin molestarlo.
Aquella noche, Daniel no logró conciliar el sueño hasta casi el amanecer,
momento en el cual sus párpados hinchados se cerraron por fin con una punzada
de dolor. Soñó con gemidos y aullidos de agonía. Cuando sonó la alarma del
reloj por la mañana, se despertó como si hubiera recibido una paliza
descomunal.
Esa tarde, al salir del colegio, fue directamente a la parcela para ver a
Toby y a Coda. Quería comprobar que se encontraran bien. No era la primera vez
que su padre los azotaba cuando hacían algo malo, pero este nunca había estado
tan cabreado, y cada golpe que asestaba contra ellos era como un mazazo en el
corazón de Daniel. Necesitaba verlos, pero, cuando llegó allí, no estaban por
ninguna parte.
Se le hizo un nudo en el estómago al tiempo que se le nublaba la vista
momentáneamente, y echó a correr con desespero hacia la casa. Irrumpió en la
cocina como un vendaval, con la respiración agitada por la angustia.
–¿Dónde están Toby y Coda? –preguntó con urgencia.
Sin embargo, su madre se limitó a seguir pelando patatas de espaldas a él
mientras su padre continuaba leyendo el periódico; aunque su mirada, Daniel se
percató de ello, estaba fija en un punto de la página. Con más cautela, repitió
la pregunta:
–¿Papá…? ¿Dónde están?
Su padre suspiró pesadamente y cerró los ojos, como si estuviera eligiendo
las palabras que iba a decir a continuación.
–Ellos… ya no están –dijo, despacio.
Daniel esperó, desconcertado, a que añadiera algo más, pero el hombre
permaneció callado.
–¿Qué no están? ¿Cómo que no están?
Era como lanzar un grito a un precipicio: la respuesta seguía siendo el eco
repetido en la lejanía, que, en esta ocasión, retumbaba ensordecedoramente en
su cabeza. El silencio hizo enmudecer la respiración de los presentes.
Después de un momento, que a los tres se les antojó eterno, el cabeza de
familia habló:
–Mi paciencia tiene un límite, hijo, y lo de ayer fue la
gota que colmó el vaso. –Hizo una pausa mientras contemplaba a Daniel con el ceño
fruncido, observando su reacción.– Cuando tu madre y yo llegamos a casa
ayer por la tarde, el huerto estaba destrozado; y al ir al corral encontré a
los perros engullendo los últimos restos de las gallinas. Ya no queda nada. Así
que se los he regalado a un granjero que estaba interesado en ellos. –Suspiró con
pesadumbre.– Lo he hecho por
nuestro propio bien.
En medio del silencio que se hizo
entonces, Daniel creyó oír algo que se rompía, pero debió de ser solo una
impresión, pues fue en su pecho donde tuvo esa sensación. Tenía la boca abierta
y los ojos desorbitados, y miraba a su padre como si de un fantasma se tratase.
Aún tardó un instante en asimilar el significado de aquellas nefastas palabras
y, cuando lo hizo, la verdad estalló ante él y lo cegó momentáneamente.
–¿Regalado? –logró articular,
sin emitir sonido alguno.
Daniel no era consciente de que su
madre había dejado el cuchillo y se aferraba con fuerza a la encimera hasta
dejarse los nudillos blancos; ni de que su padre encogía los hombros, abatido
después de aquella dura confesión. No se dio cuenta de que se tambaleaba
ligeramente, ni de que, cuando recobró el equilibrio, empezó a mover los pies
de manera mecánica hacia la puerta trasera de la cocina.
Daniel no se percataba de que el mundo
seguía girando, mientras él creía que se había detenido para siempre…
Veloz como el rayo, Daniel salió de
casa, dejó atrás la parcela, atravesó el huerto (o lo que quedaba de él) y
llegó a la calle. Siguió corriendo cuesta arriba hasta que sus rodillas
flaquearon y cayó al suelo aparatosamente. Un objeto redondo y metálico rebotó
contra el asfalto; ni siquiera se acordaba de que aún llevaba su preciada
medalla colgada al cuello, y ahora aquella pequeña gloria le resultaba mezquina
e insignificante. Se la quitó, la miró con desagrado y la arrojó lejos, al
tiempo que gritaba y llamaba a Toby y a Coda con la voz rota por el llanto.
Suplicó por su regreso, una y otra vez,
pero, cuando notó que alguien lo agarraba y lo arrastraba fuera de la calzada,
el niño ya sabía que no volvería a verlos nunca más.
Aer
Basado en hechos reales