martes, 21 de abril de 2015

El peor día

EL PEOR DÍA

Era un día de mediados de mayo. Por las interminables cuestas del pueblo que lo conducían de regreso a casa, corría un niño radiante de felicidad, ansioso por transmitirles a sus padres la buena nueva. Imaginaba su reacción, sus pechos henchidos de orgullo y sus sonrisas de aprobación, y dobló la velocidad casi con urgencia. Por supuesto, también se lo diría a Toby y a Coda, y les llevaría sus chuches favoritas cuando fuera a visitarlos a la parcela.
Porque, contra todo pronóstico, Daniel, con apenas doce años recién cumplidos, había logrado derrotar en una partida de ajedrez al que había sido campeón del torneo durante tres años consecutivos. Su bien merecida medalla dorada rebotaba contra su pecho con cada zancada que daba.
Una vez hubo llegado a casa, llamó al timbre con ansiedad y aguardó, impaciente, a que abrieran la puerta. Al poco rato, en el umbral apareció su madre, lívida y visiblemente sorprendida, pues el niño había vuelto más temprano de lo que esperaba.
¡Daniel! alcanzó a murmurar, sin apartarse de la entrada ¿Cómo es que estás aquí tan pronto?
El niño, sin percatarse del extraño comportamiento de la mujer, le soltó a bocajarro, sin poder contenerse por más tiempo:
¡He ganado! ¡Mamá, he ganado el torneo! ¡He vencido a Raúl!
Como cualquier niño que anuncia a sus padres algo emocionante, Daniel supuso que su madre se alegraría y lo felicitaría, y lo estrecharía entre sus brazos con fuerza y arrobo; pero no fue esto lo que ocurrió, en absoluto.
Daniel, pasa y vete a tu cuarto ahora mismo dijo ella, en cambio.
Sin embargo, Daniel no le hizo caso y cogió unas galletas de perro de la caja que había sobre una cómoda en el vestíbulo.
No, mamá, tengo que contárselo a Toby y a Coda. Se lo prometí.
Y, acto seguido, salió rápidamente por la puerta de la cocina, sin advertir la expresión que compuso la mujer a su espalda.
Mientras caminaba por el sendero que conducía a la parcela a través de los matorrales, se puso a tararear alegremente la canción de los vencedores. Rodeó la medalla con los dedos y la admiró de nuevo, como si de una reliquia se tratase. No se molestó en preguntarse por qué su madre no le había dado la menor importancia, porque él solo podía pensar en que su deseo se había cumplido por fin. Al día siguiente podría fardar de ello ante sus amigos.
No obstante, cuando llegó a la parcela su euforia se evaporó tan deprisa que parecía que nunca hubiese estado allí.  En su lugar, solo le quedó un vacío en el pecho que lo dejó clavado en el sitio, mirando, boquiabierto y al borde del llanto, la horrible escena que se estaba desarrollando al otro lado de la valla. El mundo se detuvo un instante, el tiempo que tarda un corazón en latir.
Su padre debió de darse cuenta de que estaba siendo observado, porque en ese momento se detuvo y alzó una mirada iracunda que descargó sobre su petrificado hijo de doce años.
Hijo, vete de aquí le espetó, con dureza.
Daniel aún tardó unos segundos en obedecer y salir disparado hacia la casa para refugiarse en su habitación, pasando por delante de su madre, a quien parecían haberle caído encima veinte años de golpe. Se metió entre las sábanas, y, una vez oculto de miradas indiscretas, rompió a llorar desconsoladamente, sin lograr borrar de su retina la imagen de sus dos perros siendo fieramente apaleados por su padre.
Pasó el resto de la tarde solo, encerrado en su habitación, y, cuando su madre lo llamó para que fuera a cenar, la ignoró deliberadamente. No le apetecía ver a sus padres ni hablar de lo ocurrido, y ellos se limitaron a respetar su silencio, sin molestarlo.
Aquella noche, Daniel no logró conciliar el sueño hasta casi el amanecer, momento en el cual sus párpados hinchados se cerraron por fin con una punzada de dolor. Soñó con gemidos y aullidos de agonía. Cuando sonó la alarma del reloj por la mañana, se despertó como si hubiera recibido una paliza descomunal.
Esa tarde, al salir del colegio, fue directamente a la parcela para ver a Toby y a Coda. Quería comprobar que se encontraran bien. No era la primera vez que su padre los azotaba cuando hacían algo malo, pero este nunca había estado tan cabreado, y cada golpe que asestaba contra ellos era como un mazazo en el corazón de Daniel. Necesitaba verlos, pero, cuando llegó allí, no estaban por ninguna parte.
Se le hizo un nudo en el estómago al tiempo que se le nublaba la vista momentáneamente, y echó a correr con desespero hacia la casa. Irrumpió en la cocina como un vendaval, con la respiración agitada por la angustia.
¿Dónde están Toby y Coda? preguntó con urgencia.
Sin embargo, su madre se limitó a seguir pelando patatas de espaldas a él mientras su padre continuaba leyendo el periódico; aunque su mirada, Daniel se percató de ello, estaba fija en un punto de la página. Con más cautela, repitió la pregunta:
¿Papá…? ¿Dónde están?
Su padre suspiró pesadamente y cerró los ojos, como si estuviera eligiendo las palabras que iba a decir a continuación.
Ellos… ya no están dijo, despacio.
Daniel esperó, desconcertado, a que añadiera algo más, pero el hombre permaneció callado.
¿Qué no están? ¿Cómo que no están?
Era como lanzar un grito a un precipicio: la respuesta seguía siendo el eco repetido en la lejanía, que, en esta ocasión, retumbaba ensordecedoramente en su cabeza. El silencio hizo enmudecer la respiración de los presentes.
Después de un momento, que a los tres se les antojó eterno, el cabeza de familia habló:
Mi paciencia tiene un límite, hijo, y lo de ayer fue la gota que colmó el vaso. Hizo una pausa mientras contemplaba a Daniel con el ceño fruncido, observando su reacción.Cuando tu madre y yo llegamos a casa ayer por la tarde, el huerto estaba destrozado; y al ir al corral encontré a los perros engullendo los últimos restos de las gallinas. Ya no queda nada. Así que se los he regalado a un granjero que estaba interesado en ellos. Suspiró con pesadumbre. Lo he hecho por nuestro propio bien.
En medio del silencio que se hizo entonces, Daniel creyó oír algo que se rompía, pero debió de ser solo una impresión, pues fue en su pecho donde tuvo esa sensación. Tenía la boca abierta y los ojos desorbitados, y miraba a su padre como si de un fantasma se tratase. Aún tardó un instante en asimilar el significado de aquellas nefastas palabras y, cuando lo hizo, la verdad estalló ante él y lo cegó momentáneamente.
¿Regalado? logró articular, sin emitir sonido alguno.
Daniel no era consciente de que su madre había dejado el cuchillo y se aferraba con fuerza a la encimera hasta dejarse los nudillos blancos; ni de que su padre encogía los hombros, abatido después de aquella dura confesión. No se dio cuenta de que se tambaleaba ligeramente, ni de que, cuando recobró el equilibrio, empezó a mover los pies de manera mecánica hacia la puerta trasera de la cocina.
Daniel no se percataba de que el mundo seguía girando, mientras él creía que se había detenido para siempre…
Veloz como el rayo, Daniel salió de casa, dejó atrás la parcela, atravesó el huerto (o lo que quedaba de él) y llegó a la calle. Siguió corriendo cuesta arriba hasta que sus rodillas flaquearon y cayó al suelo aparatosamente. Un objeto redondo y metálico rebotó contra el asfalto; ni siquiera se acordaba de que aún llevaba su preciada medalla colgada al cuello, y ahora aquella pequeña gloria le resultaba mezquina e insignificante. Se la quitó, la miró con desagrado y la arrojó lejos, al tiempo que gritaba y llamaba a Toby y a Coda con la voz rota por el llanto.
Suplicó por su regreso, una y otra vez, pero, cuando notó que alguien lo agarraba y lo arrastraba fuera de la calzada, el niño ya sabía que no volvería a verlos nunca más.

Aer

Basado en hechos reales