sábado, 25 de marzo de 2017

Cautiva

CAUTIVA

Parecía que todo iba a cambiar. Por fin, después de tres meses, era el momento. Nadie habría sospechado nunca que esto iba a ocurrir precisamente ahora.
El día amaneció gris; pero cuándo no amanece gris un día. Hacía un frío de mil demonios, y el viento, gélido, calaba hasta el tuétano de los huesos. Era una situación poco usual para esa época del año, y, sin embargo, parecía evidente que algo así tenía que suceder, tarde o temprano.
Aunque los indicios eran claros, nadie lo esperaba. En la clase, el contraste con el exterior era casi palpable; el calor bochornoso conseguía que olvidaras hasta dónde te encontrabas, qué día era e incluso el argumento del poema que debíamos analizar. Las palabras del profesor, las de los alumnos que participaban, estoicos ante la apatía, se volvían difusas. Mis pensamientos se hallaban en cualquier lugar menos en La cautiva, mi mirada se perdió allende la ventana, se volvió borrosa, y un punto lejano me hipnotizó hasta que dejé de ser consciente de quién era.
Fue solo un susurro, apenas un suspiro. A mi lado, alguien había disparado la detonación. La voz se extendió como la pólvora entre mis compañeros y de pronto todos se volvieron sordos; todos, hipnotizados, miraban justo lo que yo estaba mirando y no veía, lo más extraño, lo más irreal, lo más intangible que puedas imaginar en esta ciudad. Todos, en silencio, helados ante aquel espectáculo primaveral, dijeron a una:
¡Está nevando!
Aer

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